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Especial 50 años| Me rompieron el corazón

Especial 50 años| Me rompieron el corazón

Nosotros inocentes niños, imaginativos e ilusoriamente fantasiosos, nos parapetamos junto a un amigo de la vecindad, en una trinchera natural que dejo el frustrado intento de instalar un criadero de cerdos, no autorizado, en la ladera de un cerro cercano

Jorge Arturo Olivero Arenas.

El año 1973, cursaba 8° año básico, en la escuela fiscal de Saladillo, un campamento minero de la Quinta Región, enclavado en la Cordillera, al interior de Los Andes. Un año especial y difícil de asumir para la personalidad sensible e idealista que se había ido forjado en mí interior desde muy niño, en el seno familiar, constituido por mis padres y 4 hermanos y 2 hermanas, como una semilla que cae en tierra fértil. 

En la mañana del 11 de septiembre escuchando como todos los días la radio, nos enteramos con un profundo dolor de los acontecimientos que cubrían de negro nuestras vidas, eran muy duras e incomprensibles las ondas radiales, que penetraban nuestros oídos, sin poder filtrar ninguna parte de su contenido. Era desgarrador saber lo que estaba sucediendo en Santiago; militares chilenos atacaban el palacio de gobierno y por la fuerza, derrocaban al Presidente Salvador Allende, democrática y legítimamente elegido. Luego aviones de la Fuerza Aérea Nacional, piloteados por la infamia, bombardeaban “La Moneda”, con el pretexto de dar una violenta lección a la ciudadanía esperanzada de justicia y de necesarios cambios, dejaban teñidos con estelas de intolerancia los azulados cielos de la patria.

Después del golpe de estado, los militares no pudieron entrar al campamento de Saladillo y mucho menos a las instalaciones del Área Industrial del mismo. Los mineros amenazaban con apoderarse del “Polvorín”, lugar donde se almacenaban los explosivos que se utilizan cotidianamente en las faenas mineras, para romper y remover la roca milenaria en busca de los tesoros que esta esconde con recelo en las profundidades de la tierra. Los mineros estaban dispuestos a destruir las millonarias instalaciones industriales, si los militares dejaban asomar su presencia.

Nosotros inocentes niños, imaginativos e ilusoriamente fantasiosos, nos parapetamos junto a un amigo de la vecindad, en una trinchera natural que dejo el frustrado intento de instalar un criadero de cerdos, no autorizado, en la ladera de un cerro cercano. Nos pusimos a acumular centenares de municiones para nuestras hondas o resorteras, con las cuales éramos muy certeros, juntábamos piedras naturalmente redondeadas por el torrentoso caudal, en la rivera del rio, nos preparábamos para enfrentar con particular inocencia, la arremetida de los militares cuando entraran al campamento, pensando que de esa manera podríamos nosotros detener esta violenta e incomprendida sublevación. Pasábamos largas horas esperando que llegaran, mientras, el ruido ensordecedor de un helicóptero, que recorría a baja altura, sembrando de miedo nuestra existencia, apuntando con sus armas, los patios de nuestras casas, sin atreverse a descender. Por ningún motivo les estaba permitido, era demasiado lo que se arriesgaba. Fueron tan largos y llenos de incertidumbre los días, mientras que las noches profundamente silenciosas no nos permitían conciliar el sueño continuo y profundo, el temor se hacía presente en todo momento y se apoderaba de la vida.

Recuerdo con especial cariño, en este contexto de particular terror y desconcierto, como mi madre, desde pequeño me motivaba, para que yo hiciera una pequeña huerta en el patio de nuestra casa. Juntos habíamos comprado almácigos de cebollas, papas y tomates, en la feria del domingo, los que luego,  con especial paciencia y dedicación, me había encargado de plantar de uno en uno, en perfectas hileras para facilitar el riego  de cada uno de mis cultivos, viendo con orgullo como poco a poco estos crecían mágicamente, tierra, sol y agua, eran la fórmula que permitían este  milagro. Yo creo que mi madre, en su fuero interno, siempre soñó, con que su hijo más pequeño fuera un técnico agrícola y quizás luego un ingeniero agropecuario. Transcurrían los días y en este espacio de particular significancia para mí, podía evadirme de lo que estaba ocurriendo, regando y limpiando de la maleza las pequeñas hortalizas que me encontraba cultivando, me olvidaba por un momento del sufrimiento que injustamente tantos y tantas estaban experimentando, por el solo hecho de creer y pensar en que las cosas podrían ser mejores y que podrían construir unidos un país más fraterno, más justo y solidario para todos y todas. Finalmente, mi pequeño “huerto hogareño”, paso a ser un refugio concreto, frente a tanto dolor y desconsuelo.

Después de un tiempo, los militares lograron entrar al campamento para someterlo. Nosotros con una impotencia retenida y silenciada por el miedo, por supuesto que no los enfrentamos. Un día gris de fines de septiembre, por la tarde cuando regresaba de la escuela, después de mis clases cotidianas, una vecina de una calle más abajo me vio caminando de regreso a mi casa, me llamo y no me dejo continuar con mi rumbo, sin ninguna explicación, me hizo pasar nerviosamente a su casa y me pidió que esperáramos un momento, hasta que todo pasara, me dijo. Yo no entendía nada y el temor inundo, todo mi ser, trataba de imaginar y comprender lo que estaba pasando. Me asomé por la ventana de la casa de mi vecina y vi bajar por la calle a una veintena de militares armados, algunos cargaban cajas de cartón, de esas que se utilizan para los plátanos, iban marchando al mando del “Frutilla” un carabinero, cuyo rostro era de color rojo y variadas pecas, como este fruto, conocido por nosotros por ser una persona poco tolerante y particularmente despreciable, por sus injustas actuaciones violentas. Finalmente, cuando los militares se alejaron, corrí hasta mi casa, aun se mantenían dos camionetas de la empresa, las que eran de color Naranjo, con sendas ametralladoras montadas sobre ellas, apuntando hacia nuestro inofensivo hogar. Al traspasar el umbral de la puerta de mi casa, me encuentro con una imagen desoladora, nuestra casa había sido allanada, todo estaba revuelto, desordenado, como si nuestra intimidad hogareña hubiese sido invadida y violada por ladrones en busca de un botín inexistente, el que resulto compuesto por libros, vinilos de la época, cascos mineros de mi padre y todo lo que se quisieron llevar, con una falta de respeto y atropello infinito a la razón.  Cuando en medio del desorden que obstaculizaba y dificultaba cada uno de mis pasos, logre salir hacia el patio trasero de mi casa, el espanto se hizo presente con una presencia mayor, no podía creer lo que mis ojos veían, mi pequeña y querida plantación, estaba totalmente destruida, andaban en busca de armas, me dijeron, con particular infamia lo rompieron todo y con esto también, me rompieron el corazón.                                                                  

Foto de Saladillo de los años setenta, muy cercanos al Golpe de Estado del 11 de septiembre de 2023.

Junto a mi hermano en Saladillo, muy cerca de nuestra trinchera natural.

Honda o resortera similar a la que teníamos cuando éramos niños, con las cuales éramos bastante certeros.

           

De regreso de la escuela, junto a una camioneta de la empresa (donde pusieron las ametralladoras).

            

Sobre el Autor

ANDIME Es la Asociación de Funcionarios del Ministerio de educación de Chile que agrupa a todos los trabajadores y reivindica derechos laborales pero también cuenta con propuesta educacional. Como Sindicato los temas ciudadanos y el Fortalecimiento del Estado permitirán lograr el bienestar social, el término de la desigualdad y el fortalecimiento de la democracia para la Paz social.

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